Tanto el panel intergubernamental sobre cambio climático (IPCC) como el de biodiversidad y servicios ecosistémicos (Ipbes), que integran a más de un centenar de países, vienen publicando abundante información acerca de cómo los seres humanos estamos recalentando el planeta y destruyendo la naturaleza (dos fenómenos que se potencian entre sí). Con suficiente evidencia de que estamos poniendo en riesgo nuestra supervivencia, los expertos subrayan la imperiosa necesidad de encarar cuanto antes profundas transformaciones en nuestros estilos de vida.

Debido a que el 75% de los gases de efecto invernadero que emitimos provienen del petróleo, el gas y el carbón (sumemos que contaminan el aire que respiramos cuando se queman), el IPCC insta a dejar de extraerlos y recurrir a fuentes limpias y renovables para generar energía, optimizando su eficiencia y aplicándola a lo estrictamente necesario. En su reporte de 2018 se describen cuáles serían las catastróficas consecuencias si el aumento de la temperatura sobrepasara los 1,5° desde la era preindustrial (ya llegó a 1°). Para cumplir dicha meta, se afirma que el uso de fósiles deberá reducirse por lo menos a la mitad hacia 2030 y ser eliminado por completo a más tardar para 2050.

En un trabajo inédito presentado en 2019, el Ipbes advierte que el ritmo de deterioro de los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad, con un millón de especies en peligro de extinción, nos conduce inexorablemente al colapso ecológico. Allí se asegura que las causas están vinculadas principalmente a la agricultura, ganadería y pesca industriales, por lo que se insiste en la urgencia de optar por un sistema agroalimentario sustentable (el actual también es responsable del 35% de los gases de efecto invernadero), de modo que nuestro único hogar pueda seguir brindándonos los innumerables servicios que nos son imprescindibles.

A partir de los informes de ambos organismos de Naciones Unidas y a instancias del colectivo Alianza por el Clima, el Senado declaró la emergencia climática y ecológica, con lo que la Argentina se convirtió en el primer país de América Latina y el cuarto del mundo en hacerlo. Hay que poner en marcha sin más demoras ni excusas una verdadera revolución ambiental. Y, si bien debemos cambiar integralmente la forma de producir y consumir, es fundamental acelerar las transiciones hacia las ecoenergías y la agroecología. Dado que nuestros dirigentes no parecen estar a la altura de las circunstancias (la mayoría considera ejes del desarrollo la explotación de Vaca Muerta con fracking y la extensión de los monocultivos transgénicos basados en agroquímicos), un conjunto de organizaciones lanzó en septiembre la campaña «Gane quien gane y gobierne quien gobierne». En su declaración exige la rigurosa aplicación de la legislación vigente (especialmente la ley general del ambiente y las de protección de bosques y glaciares) y la adopción de las políticas necesarias para dejar atrás la lógica extractivista y remediar sus graves consecuencias.

Una ley nacional de 2015 establece un mínimo de 20% de fuentes renovables en la generación de energía eléctrica para 2025. Por ahora está en el 8%, con pocas perspectivas de consolidar su incremento. Jujuy con los parques fotovoltaicos y Buenos Aires con los eólicos son las provincias que más han crecido en sendas energías alternativas. En 2018 se reglamentó la ley federal de generación distribuida sancionada el año anterior (hasta el momento se adhirieron nueve distritos), por lo que cualquiera podría producir electricidad e inyectar a la red el sobrante o tomar de ella cuando haga falta (esto se concretará cuando aparezcan los créditos que prevé la norma para la compra de los equipos). En Santa Fe este sistema (programa de Prosumidores) funciona desde hace varios años con buenos resultados. Mientras un proyecto de ley que promueve la movilidad sustentable espera ser tratado en Diputados, la empresa Sero Electric acaba de sacar a la venta el primer vehículo eléctrico fabricado en el país.

A pesar de la ausencia de políticas nacionales que los apoyen (salvo acciones de un sector minoritario del INTA), los emprendimientos agroecológicos se reproducen exponencialmente. Los respaldos se dan en algunas provincias (Misiones es una) y, sobre todo, en una veintena de localidades que integran la red nacional de municipios y comunidades que fomentan la agroecología (Renama). Esta, impulsada desde Guaminí en 2016, ya cuenta con 100.000 hectáreas (20.000 son de Lincoln) en las que se desarrolla un modelo agropecuario que aprovecha los ciclos y las relaciones naturales, produciendo alimentos sanos y conservando los ecosistemas con buenos rendimientos y rentabilidades. Cabe destacar el rol de las universidades e instituciones, como la Sociedad Argentina de Agroecología (SAAe), que articula el conocimiento con los productores, o la FAO, que en un convenio con la Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología (SoCLA) asevera que sus objetivos -hambre cero y agricultura sostenible- solo se alcanzarán con la agroecología.

Si miramos hacia afuera, nos encontraremos, por ejemplo, con que casi toda la electricidad de Uruguay es limpia y que por las calles de Suecia circulan cientos de miles de autos eléctricos, o que la producción agroecológica de Brasil posee fuertes incentivos estatales y que Dinamarca se propone ser el primer país con alimentos 100% orgánicos. Tenemos por delante un largo camino. Máxime cuando en nuestro territorio abundan tanto la radiación solar y los vientos constantes como suelos fértiles y agua dulce para abastecernos de energía y alimentos sustentablemente. En la medida en que nos informemos e involucremos como ciudadanos comprometidos y consumidores responsables, los gobernantes y los empresarios se verán obligados a tomar el rumbo del bien común. ¡Argentinos, a las cosas!

Fuente: La Nación.

Salir de la versión móvil